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Dilemas compartidos

Juan de Dios García Aguilera


No existe un camino paralelo entre el proyecto de los pintores del expresionismo abstracto americano (díganse Arshile Gorky, Jackson Pollock, Willen de Kooning o Mark Rothko, entre otros) y el de los compositores del movimiento espectral francés (Gerhard Grisey, Hughes Dufourt, Michaël Lèvinas o Tristan Murail), ni cabe pensar que unos afrontan su programa a la estela del trabajo de los otros, entre otras cosas porque las distancias temporal y geográfica que los separan lo pone seriamente difícil: los pintores americanos llegan a su plenitud a mediados del siglo XX, mientras que los franceses comienzan su producción musical veinticinco años más tarde.

Creemos, sin embargo, y a riesgo de ser especulativos –aunque no más de lo prudente-, que ambas tendencias de estas dos distintas manifestaciones artísticas dejan entrever no pocos lugares comunes que las aproximan.

El expresionismo abstracto está formado por un grupo no homogéneo de pintores que tuvo su centro neurálgico en Nueva York, a mediados del siglo XX. Practicaron, de manera general, una pintura no figurativa fuera de lo convencional -al menos fue así en la cúspide de su trabajo-, y pusieron en valor, de manera extraordinaria, el hecho de la creación misma, la acción de pintar, como modo de afirmación espontánea del artista.

Sus raíces son algo heterogéneas, ya que adoptaron elementos que los vinculan con la pintura no figurativa de Kandinsky, y los enlazan con el surrealismo, que se valía de la espontaneidad y el subconsciente para la creación, e incluso con el impresionismo, en el caso muy particular de Rothko.

El espectralismo nace en París, en la década de los setenta, a partir de un grupo de compositores franceses agrupados en torno al ensemble L’Itinéraire. Entre sus objetivos está el hacer una música nueva que rompa definitivamente con la herencia serial y post-serial (incluida la de su compatriota Pierre Boulez) y el estructuralismo, beneficiándose para ello de la investigación reciente acerca del timbre musical, el acceso a la descomposición espectral del sonido y la psico-acústica. Su gran valor es adoptar el sonido como fuente de inspiración para componer obras musicales.


action pinting. Jackson Pollock

Los pintores americanos experimentan en procesos de pintura automática que denominan action painting, poniendo más énfasis en el acto de creación que en el objeto producido, como es el caso de Jackson Pollock (1912-1956). También centran su pintura en el juego de planos cromáticos, en la luminosidad, la vibración y la efervescencia del color, como sucede con Mark Rothko (1903-1970).

Los franceses conciben la obra musical como un proceso de crecimiento dinámico, e incluso como un proceso hecho de múltiples procesos, más que como una estructura de tipo objetual o monumental que haya que rellenar, y el sonido en todas sus dimensiones, como antes comentábamos, es el tema central de su trabajo.


Full Fanthom Five. Jackson Pollock

Si Pollock en Full Fanthom Five (1949) practica una mirada al interior de la materia plástica, Grisey en Partiels (1975) realiza una mirada al interior de la materia sonora, en concreto al contenido espectral de una nota grave de trombón, la nota mi, que es amplificado, como poderoso microscopio, por un ensemble de 18 instrumentos.


Partiels. Grisey: espectro de la nota mi grave de un trombón

Si Murail en Desintegrations (1982), una composición escrita para orquesta de cámara con electroacústica, despliega la obra musical como un proceso orgánico que se dilata, pareciendose a un estirado ovillo, con distorsiones complejas practicadas sobre la materia sonora de partida que ha sido extraída de una deconstrucción previa de los timbres de los instrumentos que intervienen, Pollock practica algo similar en Alchemy (1947) o en Enchanted Forest (1947), unos cuadros que aparecen cruzados por hilillos de pintura, en los que cada color experimenta su propia evolución en ritmo y en timbre, desplegando un movimiento rabioso sobre la superficie. En el caso distinto de Kooning, los hilos son cambiados por pinceladas gruesas de color, como en Composition (1955).

En ocasiones, los neoyorquinos emplean la figuración de manera residual o como medio de excitación para impulsar el cuadro hacia lo abstracto, aunque sabemos que hacia los años cincuenta dicha presencia casi había desaparecido.


Tristan Murail

Los compositores espectralistas se valen de sonidos humanos, como voces y cánticos, u otros rumores grabados de la naturaleza, ya sean gotas de lluvia, viento o romper de olas, como materiales de partida para una composición. Este es el caso de la obra titulada L’esprit des dunes (1992), para once instrumentos y electrónica, en la que Murail utiliza fragmentos de canto difónico, extraídos del folclore de las tierras de Mongolia y de Tuba, para diseñar y derivar los extensos procesos y episodios que acontecen. Pese a todo, dichos cantos, como se pretende, pocas veces llegan a percibirse con claridad, sino que constituyen ese impulso excitador que comentábamos, un medio inspirador y una fuente de recursos para la creación.

El espectralismo encuentra algunas de sus raíces lejanas en el impresionismo musical de principios de siglo, especialmente en lo que atañe a su preocupación por la investigación y el empleo creativo del timbre y el color sonoro, de cuyo renovado estudio derivan armonías e instrumentaciones. Las sonoridades llenas y vibrantes de estas armonías, definitivamente resonantes, caracterizan la música de estos compositores, y contrastan de manera contundente con las practicadas pocos años antes por las escuelas serialistas, que, a su lado, resultan débiles, forzadas y grises.

De manera similar, Mark Rothko, que se lanza a experimentar con el color y la luz, aunque eliminando poco a poco la figuración, se alimenta de Matisse y bebe de las fuentes del impresionismo pictórico, resultando por ello su pintura la más contemplativa de entre todos los miembros del grupo.


Orange and Yellow (1956). Mark Rothko

Las ideas de Rothko acerca de la expresión simple del pensamiento complejo o de ventana que se abre a la realidad desconocida cobran vida sonora en la obra de Tristan Murail. Cada pieza del compositor francés es también una mirada a los secretos más íntimos del timbre y una exploración hacia el interior de la materia sonora.

De este pequeño cúmulo de encuentros deducimos que no parecen estar tan lejos los unos de los otros. Tal vez porque los dilemas artísticos no se agoten fácilmente, y menos en períodos de tiempo tan cortos, y puede que se prolonguen hacia nuevas generaciones en la medida en que no hayan sido resueltos, incluso saltando, cómo no, hacia otras manifestaciones de la creación artística.

Aún así, hay muchas cosas, muchísimos argumentos que los separan, incluido el hecho de que los americanos son un grupo de artistas bohemios neoyorquinos de entreguerras, con sombrero, mientras que los franceses pertenecen a otro tipo de bohemios, de pelo largo, nacidos al albur de la revuelta del mayo francés, del movimiento hippie y de los profundos cambios sociales que se produjeron durante los años sesenta.


De la musicalidad en las artes plásticas.


Juan de Dios García Aguilera


A veces se dice de una música que posee musicalidad, cometiendo una redundancia, y no explicando gran cosa de la composición. Otras, como se afirma que los materiales escultóricos son el espacio y el vacío, se dice también que los de la música son el sonido y el silencio. Pero mientras que la naturaleza del espacio y el sonido parecen evidentes, no estamos tan seguros de la existencia del vacío o el silencio, y preferimos pensar que los materiales de la música sean el tiempo y el espacio, o el espacio-tiempo. Es decir, la percepción relativa de cómo pasa el tiempo y cómo se recorre el espacio sonoro. Y el silencio viene a ser una metáfora que representa una interrupción de ese tiempo y ese espacio, y casi nunca es definitivo., por lo que cabría hablar entonces de un silencio coloreado, o de que la coloración del silencio tiene sus grados.

Si musicalidad es la calidad de ser musical, aplicado el término a una composición de música –lo que es demasiado frecuente en programas de mano y escritos de la crítica- no viene a desvelarnos absolutamente nada significativo. Simplemente dice que la obra hace lo que debe hacer. Pero cuando demos este calificativo a una obra plástica tendremos que referirnos a que, en su discurso, los parámetros se rijan por una especial disposición que recuerde al discurso propio de las obras musicales, y requerirá necesariamente la existencia de un especial tratamiento del espacio y el tiempo que justifiquen esta cualidad.

Azul II y Azul III (1961) de Joan Miró, son dos cuadros de grandes dimensiones que figuran entre las manifestaciones más radicales de su autor (1), modélicos para visualizar el tema de la musicalidad en las artes plásticas.


Azul II es un lienzo que se mira de izquierda a derecha, y que presenta una direccionalidad de tipo cadencial. Al inicio irrumpe, cargada de ruido, una gruesa pincelada roja, una especie de acorde inicial, y después sigue la evolución rítmica de una mancha negra, que, con acentuaciones, representa consecutivas variaciones del objeto en el tiempo, hasta que su discurso se extingue. Todo está construido sobre un fondo azul, que representa ese silencio coloreado del que hablábamos.


Azul III se mira del mismo modo. En el cuadro se observa un contrapunto entre dos objetos: una línea delgada de dirección ascendente, que podría representar una progresión melódica direccionada, y una mancha negra y gruesa abajo, que podría simbolizar una grave y pesada nota musical. Al final de la línea, Miró ha situado una especie de ópalo rojo, a modo de agudo acorde final, pero sin estridencias. El azul del fondo vuelve a ser silencio.

Otro ejemplo es Composition VIII (1923) de Kandinsky, en apariencia una construcción más compleja de reminiscencias suprematistas y constructivistas, que se aproxima nuevamente al modelo de la composición musical.


Leída de izquierda a derecha, la obra se puede dividir en cuatro partes, con el centro ligeramente desplazado a la derecha del cuadro. En el cuadrante izquierdo se expone el primer motivo, constituido por una serie de círculos, a veces concéntricos, transformados en puntos de color de distintos tonos que vibran como lo harían las cuerdas resonantes de un piano. Un cuarto de cuadro más tarde aparece un segundo motivo, lo que nos recuerda lo sucede en el género musical de la sonata. Este motivo es una figura claramente contrastante, ajedrezada, hecha de pequeñas formas trapezoidales adosadas entre si como baldosas, que, sobre un triángulo azul, con círculos reminiscentes y líneas de diferentes tipos, proporciona un ritmo más rápido.

En el tercer cuadrante se observa la figura prominente del triángulo agudo cruzado en su base por una delgada línea horizontal, que podría corresponder con un período que en música llamamos desarrollo, y que viene a ser la fase más libre de una sonata, con su correspondiente punto de inflexión o cadencia central (la cúspide del triángulo). En este fragmento, un motivo nuevo, el semicírculo, se impone momentáneamente sobre los otros elementos que vienen prolongados desde antes.

En el último cuarto del cuadro encontramos una recapitulación de todos los materiales que han ido apareciendo, y el movimiento en diagonal ascendente, que los anima y recorre todo el plano, llega a su punto más alto.


Blue Poles nº 2 (1952) de Jackson Pollock constituye otro buen ejemplo. En el lienzo, unos desdibujados e irregulares palos azules –que parecen danzar- marcan una cadencia rítmica que se mueve hacia la derecha, en tanto que el fondo está constituido por una textura de filamentos de colores, entre los que se observan blancos, rojos, amarillos y azules, moviéndose cada uno a la manera de voces musicales independientes que coinciden en un contrapunto casual e improvisado.

Hay quien ha relacionado este tipo de texturas, tan características del pintor norteamericano, con la improvisación en la música de jazz(2). Disentimos con la apreciación, ya que las encontramos más cercanas a la improvisación libre próxima a la música experimental de vanguardia que a la improvisación siempre controlada que el jazz suele poner en práctica.




1. BOZAL, V. (1995). Arte del siglo XX en España vol. I. Madrid, España: Espasa Calpe S.A., p. 356.

2. ARGAN, G. C., (1984) El Arte Moderno 1770/1970 vol. II ( Joaquín Espinosa Carbonell, trad.) Valencia, España: Fernando Torres ed. (L’Arte Moderna 1770/1970) pp. 627-628.


El poder del folclore


Juan de Dios García Aguilera

En un texto de 1943, Pilar Primo de Rivera, a la sazón Jefa de la Sección Femenina, se expresaba así:

[…] cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla se conozcan también las sardanas y se toque el chistu; cuando en el cante andaluz se entienda toda la profundidad y toda la filosofía que tiene, en vez de conocerle a través de los tabladillos zarzueleros; cuando las canciones de Galicia se canten en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces si que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras de España(1) .

El texto se enmarca en un contexto histórico delimitado por la pérdida de libertades tras la guerra civil española y el advenimiento de la dictadura de Franco, con sus ideas totalitarias y ultra-católicas.

De su contenido se desprende la idea del poder terapéutico de la música y de su función utilitarista, en un modo muy parecido a como lo concibieron los antiguos griegos en la época de Homero. Propone la idea del papel educativo de la música, que facilita el entendimiento y la unidad entre las gentes que cantan juntas, y que sería una buena práctica que propiciaría, en última instancia, la unidad de España.

Seudo Plutarco, en De musica, comenta que Aristóxeno otorgaba a la música, por efecto del orden y de la mesura que le son propios, capacidad para retornar al desviado hacia el camino recto y capacidad para devolver la cordura (2) .

El ateniense Damón, en el siglo V a.c., sobre la base de las teorías pitagóricas, desarrolló una doctrina ética sobre la música que transmitió al pensamiento de Platón. Sus ideas parten de la afirmación pitagórica de que existe un vínculo entre el mundo de los sonidos y el mundo ético (3), y de un carácter profundamente conservador que apela a la tradición como modelo. Para Damón, la música no es un adorno para el espíritu ni un placer para los sentidos, sino que ejerce una influencia profunda en el carácter del individuo y en la sociedad. Es por ello que los cambios e innovaciones en esta materia pueden resultar muy peligrosos para la estabilidad del Estado, y por tanto, la música es algo que debe ser controlado y utilizado como instrumento educativo.

Frente a esta doctrina preventiva, dirigista, paternalista y de trasfondo totalitario acerca de la música, en tiempos más recientes, las ideas de que el folclore y el canto popular representan un impulso positivo para los pueblos fueron defendidas desde los ambientes artísticos más progresistas –es sabida la importancia que tuvo para la Generación del 27 todo lo referente a la cultura popular-. El culto a lo popular es una idea nacionalista y romántica que durante el siglo XIX contagia el pensamiento tanto de los ambientes más conservadores como de los círculos más liberales, aunque, eso si, con matices muy divergentes y consecuencias diametralmente opuestas.

En 1932 el Gobierno de la República promulgó un Decreto creando la Junta Nacional de la Música y Teatro Líricos (4) , en el que, en su parte programática, decía:

La expresión más genuina del alma de los pueblos, la que señala el ritmo de su carácter más directamente, es su música popular. Y España es, precisamente, uno de los países cuyo ‘folklor’ musical es de los más ricos del mundo. […]
El canto popular y el arte han tenido, pues, ese contacto que impulsa y estimula la vibración de la cultura, levantando el tono emocional del país.


Este texto, inspirado probablemente por las ideas de Adolfo Salazar, quien en un decreto adjunto era nombrado Secretario de dicha Junta, vemos que, a primera vista, no está tan lejos del de Pilar Primo de Rivera. Ambos otorgan al folclore un gran poder de cohesión espiritual entre los pueblos.

Pero, mientras que para los progresistas la música popular no es solo un patrimonio que conservar, sino también una fuente de inspiración de la que un artista se nutre y trasciende, en las mentes totalitarias se convierte en una herramienta de control muy poderosa y en una justificación para eliminar todo intento de vía individual o subjetiva hacia la cultura y el arte.

Esa intención de homogeneizar, de rasar, de anular la personalidad y primar el interés de la colectividad, ha movido en todas las épocas de la historia a los regímenes dictatoriales y totalitarios, y, de manera muy especial, a los surgidos en el siglo XX. Ideas y aplicaciones similares a las planteadas por el régimen franquista las podemos rastrear en la Unión Soviética del régimen bolchevique y su área de expansión, en la Alemania nazi de Hitler, algo menos en la Italia fascista, tal vez por una cierta debilidad del régimen de Mussolini, o en la enorme República Popular China, y enlazan profundamente con el pensamiento platónico de que la música tiene una poderosa capacidad para corregir desviaciones en las actitudes individuales.


1. Cancionero de la Sección Femenina del Frente de Juventudes de F.E.T. y de las J.O.N.S. Madrid. Departamento de Publicaciones de la Delegación Nacional del Frente de Juventudes, 1943.

2. FUBINI, E. (1994). La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX. (Carlos Guillermo Pérez de Aranda, trad.). Madrid, España: Alianza Editorial S. A. (L’estetica musicale dall’antichità al Settecento y L’esteetica musicale dal Settecento a oggi publicado originalmente en 1976 por Giulio Einaudi editore s.p.a.,, Turín, Italia), p. 35.

3. FUBINI, E. , op. cit., p. 51

4. Gobierno de la República Española, Decreto creando la Junta Nacional de la Música y Teatros Líricos, de 21 de julio de 1931. (Gaceta del 22).


Fantasma/Cantos de Takemitsu

Juan de Dios García Aguilera

Tôru Takemitsu (1930-1996)

Tôru Takemitsu ha sido, y sigue siendo, el más conocido de los compositores japoneses. Nacido en Tokio el 8 de octubre de 1930, al terminar la II Guerra Mundial decidió dedicarse a la composición musical tras quedar fascinado por el universo de la música occidental, y aunque recibió clases del maestro japonés Yasuji Kiyose (1900-1981), su adiestramiento fue, sobretodo, autodidacta.

De espíritu humanista, mostró un temprano interés por todas las manifestaciones del arte. En 1951, junto a varios amigos de distintas disciplinas artísticas, fundó el jikken-kôbô (Taller experimental), que desarrolló propuestas de vanguardia en actividades multimedia e introdujo en Japón la obra de los compositores occidentales del siglo XX. Su reconocimiento público como compositor se produjo a raíz del estreno de su Réquiem para instrumentos de cuerda (1957), obra que fuera ámplamente elogiada por Stravinsky cuando la escuchara por primera vez en su visita a Japón en 1959.

Sus primeros años como compositor son los más experimentales de su carrera, desarrollando, incluso, una especie de música concreta a la japonesa, hecha de collages musicales a partir de sonidos reales. Water Music (1960) o Kaidan (1966) son dos ejemplos válidos del género. Pero poco después, a partir de los años sesenta, dos influencias se irán asentando en el estilo del compositor: la música tradicional japonesa, con sus instrumentos exóticos como la biwa y el shakuhachi, y la naturaleza.

Si la amistad con John Cage –uno de sus amigos más queridos- fue decisiva en este cambio de postura, viéndose influenciado por sus ideas acerca de que la música coexiste con la vida y con las tradiciones, no es, sin embargo, la única razón que lo suscitó. A esta influencia hay que sumar que los japoneses, por distintas razones, entre ellas las religiosas, han mantenido desde siempre una íntima relación con la naturaleza. Takemitsu asimiló esta influencia espiritual en su música en distintos niveles, que van desde la asunción de las estructuras, la estética y la filosofía de las tradiciones niponas –es el caso del jardín tradicional japonés en la obra que nos ocupa, por ejemplo, o en la composición Flocks descends into the pentagonal garden (1977) para orquesta- al figuralismo o la representación simbólica, que se hace patente cuando adopta su famoso motivo del mar (sea motive) que contiene las notas Mib (Es/Eb-->S), Mi (E), La (A) en las obras Toward the Sea I, II, y III.

En el estilo compositivo de Takemitsu se funden los timbres velados y los colores luminosos de la música de Debussy, en lo armónico y lo instrumental, con los modos de transposición limitada de Messiaen, en lo melódico, y el sentido formal integrador propio de Anton Webern. De Debussy deriva su personal concepto de pan-focus, que son puntos armónicos focales y pan-focales.

Cuando Messiaen emplea cantos de pájaros, Takemitsu, en coherencia, incorpora sonidos de la naturaleza en su música.

El compositor japonés obtuvo permiso de Messiaen, a quien reverenciaba, para componer Quatrain (1975) con la misma instrumentación que su Cuarteto para el fin de los tiempos (1940). En 1992 Takemitsu dedicó Rain Tree Scketch II a la memoria de Messiaen tras su fallecimiento.

Habiendo tocado casi todos los géneros de manera muy prolífica, su música, predominantemente lenta, es un punto de encuentro que reúne elementos occidentales y orientales, los principios de orden y desorden, las ideas de permanencia y renovación, de vida y muerte, ruido y silencio, etc., y resulta direccional y estática a la vez. Su producción no se ha limitado a las salas de conciertos, sino que ha hecho también música para películas -para más de noventa- y ha sido un excelente ensayista, teniendo publicados alrededor de veinte libros e innumerables artículos en periódicos y revistas musicales.

En 1975 fue designado profesor visitante en Yale University, y aunque nunca llegó a enseñar en una institución en Japón, sin embargo muchos jóvenes compositores de este país recibieron su influencia.

Otras dos grandes influencias en su obra han sido Joyce y Xenakis.

El escritor irlandés James Joyce, autor de la novela Finnegans Wake (1939), inspiró al compositor para componer Far Calls, Coming, far! (1980), A way a Lone (1981), y Riverrun (1984). Títulos todos que han sido extraidos directamente de la novela. En la visión de Takemitsu, el estilo de Joyce fluye libre de sintaxis, estableciendo la cadena del agua en su escritura.

En cuanto al compositor y arquitecto Xenakis, con su teoría de la derivación matemática en música y del intrínseco valor de los números, influye en la teoría de Takemitsu sobre sueño y números en la que define sus sueños mediante el uso de los mismos.




Fantasma/Cantos (1991)

Fantasma/Cantos (1) fue concebida como respuesta a un encargo abierto recibido por Takemitsu de la BBC, y a un proyecto contemplado por el clarinetista Richard Stoltzman denominado '200 años', en el que piezas maestras de 1791 (Concierto para clarinete de Mozart), 1891 (Quinteto con clarinete de Brahms), y de 1991 debían ser interpretadas. Stoltzman instó a Takemitsu a que escribiera un concierto para clarinete, lo que satisfacía a las dos partes.

La obra fue estrenada por Stoltzman con la BBC Welsh Symphony Orchestra bajo la dirección de Tadaaki Otaka en el Cardiff Festival of Music, el 14 de septiembre de 1991.

La pieza está construida en un único movimiento. Takemitsu comenta:

"Las dos palabras latinas usadas como título de esta obra –Fantasma (fantasía) y Cantos (canciones)– son sinónimas.
Tras una breve introducción, una clara línea melódica, plena de color, deambula bajo metamorfosis soterradas. La estructura de la obra está influenciada por un paisaje de jardines japoneses (Japanese landscape gardens in the “go-round” style). Paseas por el sendero, te detienes y contemplas, y eventualmente intentas divisar el punto de donde partiste. Entonces te das cuenta que no andas muy lejos de dicho punto.
" (2)

Estas breves palabras contienen la clave de la obra, en la que un tema característico hace aparición en el clarinete, en el compás 4, desde Mi, y en la orquesta, en el compás 6, desde Fa#, expuesto de forma canónica:


El tema, en una especie de homenaje implícito a Messiaen, aparece construido sobre un modo de transposición limitada:

El modo 4:


A lo largo de la obra se producen 22 apariciones del tema. Las dos primeras (A) suponen la exposición del mismo, su punto de partida; las dos últimas son el regreso. Las 18 restantes diseminadas en el transcurso de la pieza, son esas miradas al punto de procedencia de las que habla Takemitsu, miradas que, desde una perspectiva que cambia, consiguen reconocer el tema que se mueve no muy lejos de la nota Mi, tónica original: Mi, Fa, Fa#, Re#/Mib, Do#.

Seguidamente apuntamos el orden de apariciones del tema determinando el compás en el que se produce, si es que corre a cargo del clarinete solista o de la orquesta, el centro tonal del que parte dicha entrada, y si, excepcionalemente, es una presentación breve o si está elaborada en forma de canon.

aparición|compás | solo/orquesta | Centro tonal
  1. 4 Solo E Canon
  2. 6 Orq. F#
  3. 16 Solo F
  4. 20 Orq. F
  5. 26 Solo Eb
  6. 52 Solo F#
  7. 55 Orq. E
  8. 60 Orq. E
  9. 84 Orq. F# breve
  10. 89 Orq. F breve
  11. 90 Orq. F breve
  12. 91 Orq. F
  13. 104 Solo E
  14. 133 Orq. F#
  15. 142 Solo F#
  16. 147 Orq. D#
  17. 149 Orq. C#
  18. 158 Orq. E
  19. 172 Solo F#
  20. 193 Solo E
  21. 215 Solo E Canon
  22. 217 Orq. F#


La forma general de esta pieza en un solo movimiento responde a la siguiente secuencia:







1. Ed. SCHOTT. SJ 1080. ©1991)

2. T. Takemitsu. ( TAKEMITSU–CANTOS • RICHARD STOLZTMAN. / RCA Victor 09026-62537-2. ©1994)